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jueves, 12 de marzo de 2015

El Templo en Egipto, la casa de los inmortales.

La casa de los inmortales


Para los antiguos egipcios el templo era, sin duda, “la casa de los inmortales”, y en calidad de tal, tenía que ser indestructible.
El concepto de templo como “mansión del dios” o “dominio del dios”  existirá a lo largo de todo el período faraónico.
Antecedentes “primitivos” de estos templos han sido encontrados en la zona de Hieracómpolis y El Kab, e imitaban las humildes chozas de los moradores del valle del Nilo. Más concretamente en la zona de El Kab se han localizado alguno de estos “templos”, que consistían en un establo en forma de barca de arcilla donde se guardaba el animal sagrado.
Pero los templos serán, sin duda, el gran patrimonio arquitectónico del Imperio Nuevo, ya que en los de períodos anteriores eran pequeños y exentos de grandiosidad. A partir de la XVIII Dinastía, se puede afirmar que se crea un tipo “clásico” de templo, como consecuencia del progresivo enriquecimiento y el aumento de poder que había adquirido el clero en el gobierno del país. La idea de un eterno vagar, quedó plasmada no solamente en la disposición interior del templo, sino también en la relación de un santuario con otro. En efecto, cada templo se encontraba relacionado con los demás y una complicada red de caminos sagrados los comunicaba entre sí.
Los rituales, los misterios divinos, sólo pudieron ser seguidos por los elegidos. El templo egipcio nunca fue concebido para albergar en él al pueblo. Este seguiría los cultos desde el Patio dispuesto detrás de los Pilonos por lo que el este pasó a representar el espacio sagrado que se abría a partir de él. A comienzos del Imperio Nuevo, los pilonos se convirtieron en los elementos más significativos de los grandes templos.
Aunque la palabra griega “pylon” significa puerta de entrada, en realidad el pilono cumplía una función de barrera, a modo de fortaleza del recinto sagrado, y son la representación monumental de una tradición que se remonta a los comienzos de Egipto: el anuncio de un santuario cerrado y sagrado. Este, con su perfil superior quebrado, nos muestra dos torres unidas por el espacio de entrada que simbolizan los acantilados que se extienden a cada lado del Nilo, encerrando al río, dador de vida. De igual manera representan la imagen de dos montañas que flanquean el disco solar.
Junto a los pilonos los Obeliscos conmemorativos rematados en pequeñas pirámides que, a modo de recordatorio, indicaban que en el espacio siguiente se accedía a la morada de un dios: A la relación terrestre con lo sagrado.
Esta misma presencia divina está representada también en los Mástiles con sus banderolas.
Las estatuas colosales que encontramos adosadas en algunos de estos grandes templos serán la representación de los hijos vivientes del dios, por ejemplo en Karnak, son los mismos dioses los encargados de velar por el santuario.
Para asegurar la inmunidad del templo, éste aparecía rodeado de un Muro. Pero esta protección material no era suficiente, se hacía necesaria entonces una protección espiritual, asegurada por distintos medios. En el templo de Horus en Edfú, por ejemplo, una larga lista grabada en su muro exterior nos relaciona sus propiedades asegurándose, de este modo, una especie de inmunidad jurídica, al tiempo que daba a conocer las posesiones de sus tierras sagradas.
La protección contra sus enemigos se aseguraba mágicamente por la inscripción de las hazañas del faraón, con sus cortejos de prisioneros, cada uno de los cuales representaba a un pueblo sometido para la gloria del dios. Desde el punto de vista iconográfico, esta escena se remonta a la 1 Dinastía, en la que aparece de un modo claro en la paleta de Narmer. Formaba     parte de un rito de purificación realizado en el momento de entrar en el recinto sagrado. Cuando los faraones dejaron de ser los gloriosos conquistadores de los países de Asia o África copiaban cuidadosamente los listados de los pueblos vencidos por sus antepasados. Esta práctica se siguió realizando incluso bajo el dominio de los emperadores romanos.
Tras el pilono, un primer Patio conducía a la Sala Hipóstila  en la que sólo podían entrar los elegidos. En aquellos casos en que el templo disponía de más de una Sala Hipóstila, la mayor proximidad a la capilla del dios suponía un mayor grado de jerarquía social.
El templo egipcio semeja un verdadero microcosmos. Es la densificación de la naturaleza terrestre y celeste. Desde el suelo de estas grandes Salas Hipóstilas, que en ciertos templos estaban recubiertos de plata cuya oxidación imitaba el color del limo negro del valle del Nilo, fértil y dador de vida, se elevaban bosques de columnas que ya desde un principio tenían forma de tallos florales con un claro simbolismo de la vegetación. Los restos de pintura azul encontrados en las bases de algunas de estas columnas nos permite imaginar que se trataba de una representación de la inundación, confirmándose este hecho por la decoración a pie de muro, de representaciones de papiros y otras plantas acuáticas, o con imágenes de genios de la fecundidad que representan al Nilo.
Estas columnas se alzaban hacia un techo que representaba la bóveda celeste, decorado con estrellas de oro sobre un fondo de color azul o con representaciones siderales, como en el templo de Déndera. En estos techos se pueden observar los esquemas míticos de los ciclos del sol, la luna y las constelaciones. El espacio de la pared entre el suelo y la cubierta se decoraba con escenas alusivas, relatándonos lo que ocurría entre los límites del cielo y la tierra y, sobre todo, lo referente a los ritos de la fundación del templo y la introducción del faraón entre los dioses.
El templo propiamente dicho no se reducía a las estancias ceremoniales. A partir de éstas, y en torno al eje central del templo se iban distribuyendo salas cada vez más grandiosas e iluminadas a medida que se alejaban del Santuario La Sala de la Barca comunicaba por un pequeño  corredor con una pequeña sala hipóstila, o directamente con la gran sala hipóstila del templo. La construcción de estas salas fueron, después de las pirámides, uno de los mayores logros de la arquitectura egipcia: un verdadero bosque de altísimas columnas sostenían una cubierta arquitrabada que, por lo común, al ser más altas las dos filas centrales, se elevaba en la zona del eje, formando una especie de nave principal. Con esta elevación se lograba que, a través de celosías de piedra practicadas en el muro lateral, penetrase la luz, en cualquier caso escasa y difusa, lo que permitía que en esta semioscuridad se realizasen los rituales sagrados. Pero, a medida que la teología egipcia fue hermanán­dose cada vez más con los ritos solarizantes, fue aumentando la necesidad de los dioses de recibir directamente los rayos solares para asegurarse su misma existencia. Esto explica la construcción de capillas especiales en algunos templos, como Edfu y Déndera. Estas capillas suelen estar situadas en las azoteas a las que el dios era transportado mediante un complicado sistema de rampas de subida y bajada, siendo utilizadas únicamente para este fin. Este ritual se realizaba a comienzos del año para la regeneración divina del señor del lugar.
Para un egipcio guardar celosamente los días sagrados no suponía un sacrificio, no sólo era un deber, sino una necesidad para con sus dioses. De los 365 días de los que se componía el calendario, 105 eran festivos. El ritual de estos festivales no eran transcendentales, estaban vinculados a la tierra, al renacer de la vida, etc... (ver cuadro). Pero diariamente se realizaba otro tipo de culto que incluía tres grupos de actos distintos: las ceremonias preliminares, el despertar y el atavío del dios y la comida de éste. Tan solo el faraón, o en su nombre el “servidor del dios” o “padre divino” que mencionan los textos (posteriormente denominados “profetas” por los griegos), podría oficiar la ceremonia. El oficiante, tras purificarse y ahuyentar con el fuego sagrado y el incienso las influencias malignas, rompía el sello pegado en los batientes de la puerta de la capilla y se postraba ante la imagen divina para entonar himnos de alabanza. A continuación tocaba la estatua para “infundirle su alma”. Esta “revelación divina” coincidía míticamente (al menos en Edfu, y posiblemente en otros templos) con la salida del sol. Posteriormente la estatua era limpiada de los ungüentos del día anterior, se la vestía con tejidos de lino (la vestimenta era cambiada una o dos veces por semana, aunque diariamente y para cumplir este rito se ofrecían paños de color blanco, azul, verde y rojo, símbolos de la luz del amanecer, las aguas primordiales, el renacimiento y la esterilidad del desierto respectivamente, por lo que los templos contaban con sus propios telares y talleres donde se confeccionaba el lino para este fin), se adornaba con los atributos divinos y su rostro era acicalado con los cosméticos rituales. Terminado el atavío, le eran servidos abundantes alimentos, ceremonia que podía ser repetida hasta cuatro veces al día, según los cuatro puntos cardinales, en previsión de que el dios pudiera alimentarse en cualquier lugar del universo. Terminadas las ofrendas se borraban todas las huellas dejadas por el sacerdote, se cubría el rostro de la imagen con un velo y se sellaba de nuevo la puerta del santuario con un sello de arcilla. Dos rituales más se hacían a lo largo del día, pero de menor importancia, consistentes en libaciones de agua y quema de incienso.
La decoración de los templos egipcios es un curioso binomio entre mito y rito. Cuando se localizan inscripciones grabadas en los montantes de las puertas o molduras, éstas corresponderían al rito, mientras que las que contienen escenas de ofrendas hacen alusión a los mitos. Con esto se lograba que tanto el mito como el rito pasaran a formar parte del propio templo. Pero los ritos serán la actividad en sí misma del templo; si el templo simboliza el mundo, el rito es su porqué, su movimiento. La periodicidad de la realización del rito sugiere el carácter obligatorio de conservar el universo. Por ese motivo los ritos llegaron a ser tan complejos y numerosos. La enorme fuerza con que estaban impregnados hacía girar no sólo la vida religiosa, sino al país, y aunque estas representaciones eran generales para todos los templos, algunas fueron específicas, caracterizando a un santuario determinado.
Por otro lado tenemos los dramas sagrados que se representaban en todos los templos, el de Osiris debió de ser el preferido ya que incluso para su escenificación, había templos que disponían de una capilla especial. Existen gran variedad de estos dramas, algunos por su complejidad y simbolismo se celebraban en el más absoluto secreto del Sancta Santorum, otros por el contrario, como la Fiesta del Valle, cuando el dios Amón dejaba su templo de Karnak y visitaba Luxor, la procesión del cortejo sagrado era seguida por la muchedumbre. La unión del dios con la diosa Mut para garantizar la fertilidad del universo, o la procesión de Nebtu, madre de los campos, que con su salida resucitaba la vegetación y las flores, O la gran fiesta del dios Mim en Tebas, que finalizaba con una ofrenda agrícola, el ritual incluía una procesión donde la estatua del dios era transportada por los sacerdotes detrás de un toro blanco. Otras veces los dioses tenían que cubrir largas distancias, como en el caso de la diosa Hat-Hor, que viajaba desde Déndera hasta Edfu para reunirse con su esposo Horus en la “Fiesta del Feliz Encuentro”, en la que participaban todos los dioses de Egipto. En otras ocasiones eran los propios dioses los que se “desplazaban a voluntad” para asistir a determinadas fiestas, como por ejemplo cuando se trasladaban a Menfis para asistir a la “Fiesta Sed” o jubileo del faraón.
También debemos hablar brevemente de los ritos que tenían como finalidad la persona del faraón. Este, considerado desde el principio como sucesor directo de los “Servidores de Horus”, afianzando de este modo a su persona la inmortalidad de los dioses. Durante aproximadamente 3.000 años se realizó en la ciudad de Menfis el ritual de la sucesión al trono que incluía dos fases: la entronización y la coronación.
Tras la muerte de un faraón su sucesor era elevado al trono en una ceremonia que comenzaba con la salida del sol, de modo que el advenimiento del nuevo monarca estaba en perfecta armonía con la propia naturaleza. El ritual de la coronación era algo más complicado y largo, ya que había que buscar el momento más propicio, pues se debía respetar el desarrollo cósmico. El momento ideal era el Año Nuevo, cuando se daban por finalizados los rituales del enterramiento de Osiris en Abydos, ya que al renovarse el ciclo, este momento era el más idóneo para la transmisión de poder.
Otro rito que tenía como protagonista al propio faraón era el Festival Sed o Jubileo. Se trataba de una fiesta donde se renovaba y confirmaba el poder del soberano. Este festival se celebraba a los 30 años de reinado, aunque algunos faraones adelantaron esta fecha y otros realizaron varios en un corto período de tiempo, por lo que la afirmación de los 30 años no es un patrón a seguir.
Pero el mito será indispensable para el desarrollo del rito, ya que dará a este su verdadero significado.
Son numerosos los mitos que han llegado hasta nosotros aunque algo distorsionados por el genio griego de Plutarco y Diodoro. La formación de los mitos es etiológica y fue el canal para organizar la religión, creando asociaciones y asimilaciones entre los distintos dioses que componen el panteón egipcio. Fue además la fuente de inspiración para la decoración de los templos. Por esta doble función, y porque todos los mitos fueron objeto de una elaborada creación erudita, sería imposible separar la Teología de la Mitología.
Los mitos egipcios son el intento poético de explicar los fenómenos naturales y sociales, como por ejemplo las fases lunares, o como el de la continuidad de las generaciones. El principio es simple: El padre renace en el hijo y el hijo pasa a convertirse en su propio padre como nos lo enseña una de las formas de Amón, el de “Toro de su Madre”, de este modo la continuidad no se pierde jamás. Así se explica la necesidad egipcia de construir una gran cantidad de santuarios donde se agrupaban a los dioses en tríadas: dios-padre, diosa-madre y dios-hijo.
El ejemplo más claro lo tenemos en el mito de Osiris, que, en su faceta terrenal, reflejaba las pasiones humanas, de ahí su gran popularidad.
Al mito de la resurrección de Osiris se le añade la legitimidad del nacimiento de Horus y posteriormente para justificar su continuidad en el trono de su padre, el mito nos sigue contando la lucha por el poder entre su tío Seth y el propio Horus. Posiblemente esta parte del mito se fundamente sobre acontecimien­tos históricos y nos esté relatando el enfrentamiento entre dos reyes, y la posterior unificación de Egipto con Horus como vencedor.
Aparte de estos mitos existían en todos los santuarios una gran variedad de leyendas y tradiciones mitológicas para justificar la crecida del Nilo, el renacimiento de la vegetación, el curso del sol o para, simplemente, explicar el nombre del santuario.
El mito y la teología están estrechamente ligados, fundamentándose la segunda a partir de los datos de la primera. Esta misma teología en un esfuerzo de clasificación y de organización del mito que formuló con éxito el agrupamiento de los dioses por enéadas (llamadas así porque en un principio estaban compuestas por nueve dioses), creándose la de Heliópolis, Tebas, Abydos y Déndera.
Pero sin duda, el genio sintetizador de los teólogos egipcios llegó aún más lejos cuando creó el binomio Osiris-Ra, a medida que las teorías solares iban en auge y los dioses tuvieron la necesidad de asimilarse a Ra.
Para concluir podemos decir que el templo egipcio, en su filosofía y conjunto será el símbolo más patente del desafío lanzado a los siglos por los hombres que soñaron con ser dioses e inmortalizarse con sus semejantes.